martes, 3 de enero de 2012

Te envidio, pero la tengo más grande por Alfonso Colodrón

El título de este artículo de la serie sobre la masculinidad consciente parece una provocación. En realidad, puede simbolizar la competitividad, los mitos, tabúes y sentimientos ocultos del inconsciente masculino. Al pan, pan, y al vino, vino.

Desde que el mundo es mundo, siempre ha existido un doble y contradictorio impulso en hombres y mujeres: la competitividad, por un lado, y la solidaridad por otro. La rivalidad frente al que no es uno mismo y las alianzas frente a lo radicalmente distinto. Y la primera diferencia, la más visible, la establece el cuerpo: cuerpo de hombre o cuerpo de mujer; y dentro de cada género, se pertenece a una raza o a otra; se es joven, maduro o viejo; fuerte o débil; ellos y ellas son se clasifican según cánones de belleza y fealdad, que varían según las distintas épocas y culturas. Todo esto conforma la pertenencia a sutiles estratos de mayor o menor poder corporal, de mayor o menor capacidad de seducción.

En las mujeres cuentan las tetas. Al menos en el imaginario masculino: “Más tiran dos tetas que dos carretas”. En los hombres los testículos y el pene. Se dice que el tamaño no importa. Aunque biólogos y sexólogos puedan demostrarlo una y otra vez en lo que concierne a la satisfacción sexual, la literatura erótica, el cine, los dichos populares recrean una y otra vez el mito: quién los tiene mejor colocados, quién tiene más… Los anuncios de oferta de sexo masculino insisten siempre en el número de centímetros. De 20 a 25 parecen establecer las cifras mágicas del deseo femenino, masculino gay o masculino vergonzante de lo que parecería asegurar el éxito sexual.

Es curioso que los humanos hagamos lo contrario de lo que nos muestra la naturaleza. En una gran mayoría de animales, suelen ser los machos los que necesitan distintivos especiales para atraer a las hembras: las plumas del pavo real, la papada roja del pelícano, la melena del león, el pico amarillo del mirlo, el colorido de los petirrojos… En algunas culturas, como la melanesia, son los hombres los que se ponen flores en el pelo o llevan sofisticados estuches penianos, que dan la apariencia a sus portadores de estar en una permanente erección. En culturas polinésicas como la maorí de Nueva Zelanda o la de los samoanos de Samoa, los hombres se tatúan una gran parte del cuerpo. En muchas tribus africanas pueden verse además elaborados peinados masculinos y artísticas máscaras maquilladas en el rostro. Y todo ello sirve, además, para establecer posibles rangos entre hombres. En algunos casos, para distinguirse de otros grupos y mantener las distancias mostrando orgullo de pertenencia y fiereza en eventuales enfrentamientos.

En Occidente, por el contrario, nos parece natural hoy día y desde hace siglos que sean las mujeres las que se vistan, se adornen y se maquillen para seducir. Y cuando son los varones los que pagan vestidos o joyas, la competitividad y el poder se agrandan por persona interpuesta. Hace unas décadas, conocí a un político en París que llevaba a todas sus reuniones y comidas de trabajo a su esposa, una hermosa modelo que se limitaba a sonreír elegantemente. Él elegía los abrigos de pieles, los vestidos de alta costura y las alhajas que iban a juego. Nadie conocía sus atributos ni sus artes amatorias, pero representaba el éxito social en todas sus dimensiones. A los jóvenes camareros de los restaurantes de lujo a los que iba sólo les quedaba el consuelo de “tenerla más grande”.

Lo que ocurre es que ya no vivimos en la selva ni en plena naturaleza; no nos vestimos con pieles. Llevamos muchos milenios acumulando otros símbolos de poder. El cuerpo pasa entonces a un segundo plano, salvo que vaya unido al mundo deportivo o el de los modelos masculinos. Quien no tiene poder económico, cultural ni político, tal vez sólo le quede el consuelo de su propio cuerpo. Claro que el cuerpo declina en cuanto pasa la primera o la segunda juventud, al contrario de lo que ocurre con el estatus profesional o la acumulación de bienes materiales y signos de estatus social, que suelen aumentar con la edad.

Llegados a este punto, otra vuelta de tuerca. En muchas de las civilizaciones que nos han precedido y en algunas culturas actuales que han sabido mantener sus tradiciones, ser anciano es acumular sabiduría y poder; transmitir experiencia; adquirir el estatus de guía moral. En la sociedad de consumo actual, prima la imagen y el envoltorio sobre la esencia y el contenido. Se revaloriza la juventud y se desvaloriza la senectud. Se valora el poder adquisitivo que puede ir aumentando hasta la jubilación y se margina a quien sólo puede vivir de una pensión.

Y todos estos fenómenos que pueden parecer algo inevitable van conformando nuestra visión del mundo y nuestras actitudes. En los talleres de hombres se trata de profundizar en lo obvio, pero que se ha vuelto inconsciente por su propia obviedad, para cambiar el fondo y no la forma. No se trata de excluir a las mujeres, criticarlas ni rivalizar con ellas. Todo lo contrario. Si no hay mujeres presentes en una reunión de hombres, ya no se actúa para llevarse el gato al agua, o para ser el gallo del gallinero. Como concluye Miguel Lorente Acosta (“Los nuevos hombres nuevos. Los miedos de siempre en tiempos de igualdad”, Editorial Destino), los hombres nuevos tienen que serlo más por su transformación profunda que por su renovación externa, y así poder decir, en lugar de su histórico “cambiar para seguir igual”, algo realmente nuevo: “igualdad para seguir caminando” y alcanzar ese futuro de convivencia que siglos atrás ya empezó a mostrarnos el movimiento de mujeres”. Dicho sea de paso, no suscribo gran parte del contenido de su libro, pero siempre se puede rescatar tesis valiosas de cualquier enfoque honesto sobre la cuestión candente de las relaciones entre mujeres y hombres.

Pero no es posible llegar al fondo del asunto sin separar el género biológico de los conceptos “masculino” y “femenino”, pues en el mundo metafórico, no existe guerra de sexos; el lado femenino de una mujer puede o no encontrarse a sus anchas y puede o no ser ajena a su energía masculina. Igualmente muchos hombres son incapaces de pasar a una forma receptiva de masculinidad; desconocen así la profunda fiereza que yace en lo femenino auténtico. Es necesario efectuar un “matrimonio” interior en cada hombre y en cada mujer, para llegar a una auténtica relación armoniosa. Y para ello el paso previo es retirar las proyecciones que los hombres hacemos sobre las mujeres y viceversa. Nadie tiene que ser para el otro el héroe o la princesa, el dios o la diosa. Supone una enorme carga tener que salvar otra vida o tener que estar siempre a la altura para ser adorado o adorada.

Cuando los hombres nos encontramos sin tener que competir, porque podemos mostrarnos transparentes sin temor a ser heridos, a perder lo ganado o a dejar de ganar lo anhelado, podemos hacer nuestro el resumen que Marion Woodman y Robert Bly hacen de “La doncella Rey. La Reunión de lo Masculino y lo Femenino” (Editorial Edaf): “Nuestra historia no trata de heroísmo, sino de fracasos y reparación; no trata tanto de bravuconadas como de aprender la cortesía; no es tanto de acciones como de escucha; trata mucho más de descendentes que de ascendentes. En definitiva, tiene que ver con la forja de una nueva relación entre hombres y mujeres”. Y puedo añadir: y una nueva relación de los hombres entre sí para ser compañeros en lugar de ser rivales.

Y este paso es previo e imprescindible para llegar al deseo expresado por el presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la Conferencia internacional sobre la crisis económica (Nueva Cork, 26 de junio de 2009): “¿Hacia dónde vamos? Me permito creer y esperar que vamos todos a asistir a la lenta pero irrefrenable irrupción de la noosfera. Los seres humanos y los pueblos van a descubrirse y aceptarse como hermanos y hermanas, como familia y como una especie única, capaz de amar, de ser solidaria, compasiva, no violenta, justa, fraterna, pacífica y espiritual “.


Alfonso Colodrón
Terapeuta gestáltico y Consultor transpersonal




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